HUMO DE CUATRO CIRIOS
- Concha, me siento mal, no tengo fuerzas para ir al trabajo.
- Te ves muy irritado, Pancho, debes tener fiebre, no te levantes.
- Me duele todo el cuerpo.
- Y a mí el alma de ver como estas. Ya llevas tres días
así. A ver que dice el medico ahora que venga.
- Es tifo, señora, hay que tener mucho cuidado.
- Señor, entreveo que me pides el sacrificio de la vida de mi
marido. Mi amor por el se agiganta, nunca lo había querido tanto
como ahora. Ha sido modelo de esposo, de padre, de caballero, fino y
delicado conmigo, cumplido en sus deberes de hogar, honrado en sus negocios.
Siento que no tengo cabeza, solo tengo corazón. Y mi corazón
se despedaza de pena y aun de remordimiento por haberle guardado el
secreto de mi espíritu.
- Concha, ¿donde andabas?
- Fui a comulgar, pero ya sabes que no me separo de ti ni de día
ni de noche. ¿No quieres confesarte y recibir a Nuestro señor?
- Don Pancho, ¿como sigue usted? Soy el padre Laureano
Veres, jesuita. Algunos de sus hijos estudian en nuestro colegio de
Mascarones, son unos muchachos excelentes, siempre obtienen premios
y las mejores calificaciones. aquí le traigo al Santísimo
para que lo conforte.
- Gracias, padre, quiero hacer confesión general y ofrecerme a
la voluntad de Dios. Lo que El quiera.
- Vengan, hijos, su papá va a recibir el Viático; hínquense
todos con mucha devoción. Tu, Pedrito, vente aquí conmigo.
- Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame.
Pasión de Cristo, confórtame. En la hora de mi muerte,
llámame. Y mándame ir a ti.
- Concha, quiero dar la bendición a cada uno de mis hijos. Levántame
a los mas chiquitos para poder bendecirlos. Te encargo mucho a Pedrito.
- Pancho, dame a mi la bendición y perdóname por lo que
te hubiera ofendido.
- No tengo nada que perdonarte, siempre fuiste una esposa ejemplar. Tu
eres la que debes perdonarme; bendíceme.
- ¿Que quieres de mi, Pancho?
- Que seas toda de Dios y toda de mis hijos. Te dejo el fruto de mi trabajo
que, aunque es modesto, será suficiente para la educación
de los niños. Panchito te ayudara, ya ves como ha empezado a
trabajar con entusiasmo en la Casa Boker. Si alguno de mis hijos tuviera
vocación religiosa, jamás te opongas a ella. Dios quiere
que en adelante seas padre y madre a la vez.
- Niños, no estén entrando y saliendo de la pieza, ¿no
ven que martirizan el corazón de su padre cada vez que los ve?
Váyanse al patio y no hagan ruido.
- Concha, ven.
-Aquí estoy a tu lado, ¿que quieres? Pancho, Pancho, dime
que quieres. Dios mío, ha perdido el conocimiento.
- Hija mía, escoge, o tu esposo o yo.
- Los dos, Señor. Yo quiero a los dos. Ya ves que mi esposo no
me estorba para amarte. Mira a mis hijos todavía tan pequeños.
(Levante los ojos al Crucifijo que presidía la pieza). A ti te
prefiero, señor, lo que tu quieras. Tan solo ten misericordia
de mi.
- Concha, ¿donde estas?
- ¿Me oyes, Pancho? Bendito sea Dios que recobraste el conocimiento.
- Si, ayúdame.
- Voy a rezarte la oración de los agonizantes y la recomendación
del alma. Repite conmigo. - Jesús, creo en ti.
- Jesús, creo en ti.
- Espero en ti y te amo.
- Espero en ti y te amo.
- Panchito toma el Crucifijo y acércalo para que lo vea tu papá.
- En la hora de mi muerte, llámame.
- Señor, tú me lo diste, tú me lo quitaste. Se fue
en una semana.
Soy una pobre viuda con ocho hijos, el mayor de 16 altos,
el menor aun no cumple tres. Vengan, hijitos, prometan a Dios que serán
tan buenos cristianos como lo fue su papá. Panchito, tú y yo
vamos a amortajarlo con este habito franciscaño.
17 de septiembre de 1901. En el buró, las ultimas medicinas.
En el techo, las seriales de humo de los cuatro cirios.
EL ENCUENTRO
- ¿Quien confiesa en este confesionario? - El padre Félix.
- EI padre Félix es el superior?
Ayer en la tarde alguien me dijo que aquí, en la Iglesia de Nuestra
Señora de Lourdes, que conocemos por su antiguo nombre de Colegio
de Niñas, vivía un sacerdote de muy buen espíritu
y enseguida, no se cómo
me entraron ansias de venir a buscarlo y hablarle de las Obras de la
Cruz. Me habían dado otro nombre y, para no equivocarme, volví
a preguntar al sacristán.
- ¿Esta usted seguro que es el padre Félix?
- Si, señora.
- Dígale por favor que deseo confesarme con el.
Ese 4 de febrero de 1903 había ido muy tempraño a confesarme
a la iglesia de Santo Domingo para que se me quitara la tentación
de hacerlo en el Colegio de Niñas, pero el ansia me crecía.
Luego fui a visitar a mamá y con el pendiente de una de las niñas
que tenia enferma, compre unas cucharadas en la botica y tome el tranvía
para regresar a casa. Pero al pasar frente al Colegio de Niñas,
me baje sin mas. ¿Me confesare de nuevo? Pero si ya me confesé
en la mañana, no vaya yo a abusar de los sacramentos. ahí
viene el tranvía. Mi hija sigue enferma. Mejor me voy. No, entro,
me confieso y me marcho rápidamente a casa. La iglesia, a las
10 de la mañana, estaba sola.
El padre Félix se disponía a salir a la calle. Quería
irse y se devolvía. Tal vez algo se le olvidaba. Pero no. Tres
veces había intentado salir y como si algo lo detuviera. Por
esos días estaba haciendo una novena de misas al espíritu
Santo para que le descubriera un campo de mayor perfección.
- Padre Félix, una señora desea confesarse con usted.
El padre Félix de Jesús Rougier tenia entonces 44 años.
había nacido en Francia en 1859, hijo de una familia de agricultores
fuertes, laboriosos y cristianos, como la brava gente de Auvernia.
Con el deseo de ser misionero en Oceanía, ingresó a la
Sociedad de María cuando frisaba en los 20 años. había
sufrido mucho de un brazo con temor de perderlo; pero, estando en Tolón
donde estudiaba Filosofía, conoció a Don Bosco, lo bendijo
y quedó curado. Ordenado sacerdote en 1887, se consagró
a la enseñanza de la Sagrada Escritura en el escolasticado que
los padres maristas tenían en Barcelona. En 1895, los superiores
lo enviaron a Colombia donde estuvo 6 años dirigiendo los colegios
para niños y jóvenes que la Sociedad de María había
fundado en Neiva e Ibagué y desbordándose afanosamente
en la vida parroquial, en la ayuda a los pobres y a los encarcelados
y aun como capellán militar en la guerra civil. El 17 de febrero
de 1902 llegó como superior de la comunidad de padres maristas
y párroco de Nuestra señora de Lourdes, que era la parroquia
francesa de la ciudad de México.
- ¿Es usted el padre superior?
- A sus órdenes, señora.
Me confesé brevemente con el y enseguida le hable...
- Comenzó a hablarme de mi alma, segura de si misma y como si
Nuestro señor la impulsara, diciéndome lo que en mi no
le gustaba, sin haberme conocido nunca, y algunas otras pocas cosas
que le gustaban. sentí en mi alma claramente la verdad de lo
que me decía. Me descubrió todos los pliegues y repliegues
de mi alma, las gracias que yo había recibido, los abusos que
de ellas había hecho, me reveló mis pensamientos y me
dijo que era necesario salir del letargo espiritual en que me encontraba
y darme decididamente al servicio de Dios mediante una vida nueva. Yo
estaba admirado, estupefacto, indeciblemente conmovido. Entonces comenzó
a hablarme de las Obras de la Cruz, del Apostolado de la Cruz para todos
los fieles, y de las Religiosas de la Cruz del Sagrado Corazón
de Jesús, contemplativas que adoran al Santísimo Sacramento
día y noche y ofrecen su vida por la Iglesia, especialmente por
los sacerdotes.
- ¿Hay una congregación de hombres?
- No, padre, pero la habrá. Hágase santo. Me voy; hemos
hablado dos horas, ya lo habré cansado.
- A mi no me cansa jamás hablar de Dios. Le ruego que me de su
dirección para ir por el libro sobre el Apostolado de la Cruz,
a ver si es posible establecerlo en mi iglesia. Lo que es para gloria
de Dios, me gusta hacerlo pronto.
Yo la verdad me resistía a darle la dirección de mi casa,
pero como el padre insistió muy políticamente, al fin
se la di aunque me equivoque en el numero.
Salí de la iglesia admirada de mi misma al ver el fuego que el
señor había puesto en mis palabras. Estaba segura de que
el padre Félix había quedado tocado por Dios en lo más
hondo de su alma y que le daría mucha gloria con sus obras. Nunca
había encontrado una materia tan dispuesta, una correspondencia
tan pronta, un poder de la gracia tan grande. Sentía yo que acababa
de nacer una nueva alma para las Obras de la Cruz.
A media tarde de ese mismo día, preguntando por aquí y
por allá, acertó el padre Félix con mi casa de
la Calle de Alzate.
- Soy el padre Félix.
- A mi me llaman Concha. Ando de luto por la muerte reciente de mi esposo.
Estos son mis hijos. Pancho de 18 años que trabaja; Manuel, Conchita,
Nacho, Pablo y Salvador que estudian; Lupe y Pedrito que solo saben
jugar y comer. Carlitos que fue el segundo de mis nueve hijos, murió
muy pequeño. Y esta es su casa, como decimos los mexicanos, tome
usted posesión de ella.
Hablamos largo y tendido del espíritu de la Cruz. A mi me impresiono
la estatura y la complexión robusta del padre Félix, sus
cejas pobladísimas, los ojos dulcemente azules, la bondad de
sus palabras, el equilibrio de sus juicios, sus manos posándose
sobre la cabeza de mis hijos. Ven, Pedrito, para que el padre lo bendiga,
no te llenas de jugar, con las palomas.
El 2 de marzo me dijo el señor: Quiero que el padre Félix
funde el Oasis de hombres. A mi me parecía un imposible por tantas
dificultades que había que salvar.
-¿Por que temes? ¿Que no sabes que Yo todo lo puedo? Nada
se hará torcido. Se acudirá a su padre general y se realizara
mi voluntad por medio de la obediencia.
¿Pero no estaré yo equivocada, no engañaré
a mi vez al padre Félix, siendo yo responsable de su vocación?
Me atreví a sondear sus disposiciones.
- Padre, ¿estaria usted dispuesto a sacrificarse por las Obras
de la Cruz y dar su vida por ellas, aun a costa de que sus hermanos
maristas pudieran juzgarlo por crédulo y lo estimaran menos?
- Con la ayuda de Dios, estoy dispuesto a todo.
Días después, el 7 de abril, yo estaba cosiendo en mi
pieza y Pedrito sentado junto a mi.
- Mamá, quiero ir a jugar al patio.
Conchita lo bajó de la silla y el niño salió corriendo.
Minutos después alguien gritaba.
- Pedrito esta en la fuente.
Salí corriendo de la pieza mientras los niños me rodeaban
con unos grandes ojos de susto.
- Si, mamá, se cayó en la fuente, ahí esta.
Lo saque empapado, muerto. Me sentí enloquecer. Dios mío,
acaso uno de mis hijos lo aventó al agua y es un homicida, acaso
yo misma lo descuide y soy la culpable. Tanto que me lo encargó
mi esposo en sus últimos momentos. Cuídame a Pedrito.
Tenia apenas cuatro años.
Lo vestí de blanco, llene su cajón de flores y de lágrimas.
Me acorde que el día de su nacimiento, yo le había dicho
a Dios: Oh, si este niño llegara a ser útil a la Iglesia.
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