QUE
HOMBRE HE SIDO YO
Mamá me contaba que, cinco o seis meses antes que yo naciera,
se puso gravísima, al borde de la muerte. El médico de la familia
dejo en manos de mi papá la dura alternativa.
- Don Octaviano, ¿qué hacemos? Para salvar a la madre
es necesario sacrificar a la hija, o para que viva la hija tiene que
morir la madre. ¿Que decide usted?
Papá opto por salvar a la madre, como dejar huérfanos a sus
hijos. Dios salvo a las dos, ya antes que naciera me alcanzaban sus
favores.
En casa se hacían los alegres pronósticos. Adivina,
adivinador. Va a nacer el 12 de diciembre y será Guadalupe.
No, decía papá, va a nacer el 8 y será Concepción.
Nací en la fiesta de la Inmaculada Concepción de María,
el 8 de diciembre de 1862.
El día 10 me bautizo mi tío, el padre Luis G. Arias,
en la antigua iglesia parroquial que, desde 1855, había sido
elevada a catedral al erigir el Papa Pío IX la diócesis
de San Luis Potosí y nombrar a su primer obispo, el Emmo. Señor
Pedro Barajas, que me confirmó ahí mismo cuando yo tenía
unos tres años y medio.
Precisamente el Señor Barajas ordenó de sacerdote a
mi tio Luis en 1857 y, en atención a su cultura y virtudes,
fue profesor del Seminario, cura de la parroquia de la ciudad durante
ocho años, canónigo de la Catedral y, a la muerte del
tercer obispo potosino, el Emmo. Señor Nicanor Corona,
fue elegido vicario capitular en la sede vacante hasta que tomó
posesión de la diócesis el Emmo. doctor y maestro Ignacio
Montes de Oca y Obregón, insigne orador, poeta y humanista.
Como mi tio el padre vivía en nuestra casa, con que cariño
y esmero estaba al pendiente de mi formación espiritual, me
enseñaba a rezar, me aconsejaba, me prestaba libros de su biblioteca,
una vez me leyó todo un libro gordo sobre la virginidad, pero
como yo no sabía lo que era eso, pensaba que la virginidad sería para
las personas de antes. Había heredado tres haciendas, y, con
ser tan rico, a veces no tenía ni para comer, todo se le iba
en caridades.
Desde que nací, siempre fui delicada y enfermiza, mis penas
han sido penas de recamara, porque cuando no estoy enferma yo, tengo
enfermo a alguno de los míos.
Mamá quedó tan débil después de mi nacimiento,
que no pudo criarme, llena de tristeza, tuvo que recurrir a alguna
nodriza que me alimentara. Fueron siete las que se sucedieron, unas
no me atendían, otras resultaron ladronzuelas y una por poco
me deja morir de hambre. Viéndome tan grave, el médico dispuso
que me sacaran inmediatamente de la cuidad y me llevaran a la hacienda.
Durante el camino, mamá no se atrevió a descubrirme
por temor de encontrarme muerta.
Ay, cómo me acuerdo de Mauricia, la esposa del portero de la
hacienda. Le dio tanta lastima verme como un gato flaco, que se ofreció
a alimentarme teniendo
que dejar a su hijo de pecho con una nodriza. Mauricia me salvo la
vida, pero a costa de su hijito que murió. Debo una vida, Dios
mío. Tal vez el alma de aquel niño te habría
dado mucha gloria. ¿Y yo? Tú preferiste a esta emponzoñada
tarántula, solo por tu bondad incomparable. Ten en tu reino
a aquella buena mujer.
La instrucción, la tuve muy escasa, no por culpa de mis padres
y maestros, sino por tontera, pereza y tantos cambios y viajes. Nos
la pasábamos yendo y viniendo de San Luis a las haciendas.
Cuando era muy niña, fui alumna de unas viejitas de apellido
Santillán que me enseñaron a leer. Luego estudie con
una señora Negrete, pero solo dos meses, porque a mamá
no le convenía tenerme con ella. Y cuando llevaba seis meses
de estar en el colegio de las Hermanas de la Caridad, el gobierno
las expulsó de San Luis Potosí en 1875. A los doce años,
apenas sabía yo lo más indispensable.
Mi hermana Clara tuvo la suerte de educarse con las Damas del Sagrado
Corazón que trajo a San Luis el señor Montes de Oca.
Fue un acontecimiento. Todas las muchachas, entusiasmadas, querían
estudiar en el colegio. Lastima que, como entonces corrió la
voz, unas fueron las educandas por estar en edad escolar y otras,
como yo, las caducandas.
Mamá, enemiga de mandarnos fuera, prefirió que algunos
maestros vinieran a casa para darme algunas clases de instrucción
primaria, bordado y música. A mí lo que me encantaba era pasar
horas y horas tocando piano y cantando. Cuando pasamos por
tu casa, decían sus amigas a mamá, siempre oímos
a Conchita que canta y toca el piano con muy buen gusto.
De quehaceres de casa, mamá me enseñó todo, desde
fregar suelos, remendar y coser hasta bordar con hilos de colores
y hacer los dulces más complicados como los cabellos de ángel
y la pasta de almendra. A los doce años, llevaba yo el gasto
de la casa.
Estando en la hacienda, me levantaba muy temprano, con el sol
alto, regaba los árboles, horneaba el pan del desayuno, sembraba
con una yunta de bueyes, iba a los corrales a ordeñar las vacas,
o me ponía a batir y batir la mantequilla que envolvía
en gruesas hojas de maíz.
Tenía seis años cuando papá me subió por primera vez
en un caballo. Déjenla sola. El caballo se espantó y
allá voy al suelo. Sin dar importancia a mis lágrimas, papá
me dio un vaso de agua. Anda, otra vez arriba. Así perdí
el miedo a los caballos. Salí tan buena amazona, que montaba
en los más briosos que a otros tiraban. Echaba a correr, a toda rienda,
por aquellas lomas azules, bajo las nubes blancas, seguida de algún
mozo que, por más que hacía, no lograba emparejarme. Había
días en que para ir de una hacienda a otra, teníamos
que caminar a caballo más de doce leguas. Me gustaban los peligros,
las cuestas empinadas, los resbaladeros de los cerros. Que hombre
he sido yo.
Como crecí al lado de cinco hermanos varones, mayores que yo,
nunca me atrajo jugar con muñecas, saltar la cuerda, cantar
aquellas rondas que, tomadas de las manos, entusiasmaban tanto a las
niñas de mi edad. Doña Blanca ésta cubierta de pilares de oro
y plata, San Serafín del Monte, Arroz con leche me quiero casar,
A la rueda de San Miguel, todas tienen su copa de miel, A lo maduro,
a lo maduro, que Emilia la haga de burro.
A mí me gustaban los burros de verdad, las mulas, las carreras
de caballos, lazar becerros en el campo, jugar al circo y subirme
en los altos trapecios, bañarme en el arroyo mientras mi perro
me cuidaba en la orilla. Con decir a ustedes que una vez la hice de
torero. Estábamos en el corral de la hacienda de Peregrina
viendo un herradero, cuando se me ocurrió llamar a un toro
a ver lo que se sentía. El toro se arrancó para embestirme
mientras papá se bajaba como un rayo para hacerme el quite, que le
costó una herida ligera en la pierna.
Si había algún enfermo grave en la familia o entre las
amistades, mamá me llevaba a que le sirviera, lo ayudaba a
bien morir y lo amortajaba. Así me enseñaba a perder
el miedo y el asco. Vi morir a hombres, mujeres, niños, a tantas
personas.
Los domingos y días de fiesta, me sentía feliz
imaginándome que era sacerdote. Jugaba a decir misa en un altarcillo
improvisado, decía el sermón que había aprendido
de memoria en algún libro de don Luis, daba la comunión
con las hostias que me regalaba el sacristán de San Juan de
Dios, pero eso si, no recogía la limosna.