EL
CUENTO DE NUNCA ACABAR
Ahí estaba yo de pie tratando de alcanzar la rejilla del confesionario.
Era la primera vez que me confesaba.
- Ave María Purísima, diga sus pecados.
Mis pecados eran los de cualquier niña de siete, ocho a los.
Me enojaba con mis hermanos, peleaba con ellos, desobedecía
a mis padres, tomaba el dulce o la fruta sin permiso, decía
mentiras. Pero no recuerdo quien me aconsejó que dijera unos
pecados muy graves y eso fue lo que acuse. Cómo se extrañaría
el sacerdote de oír tamaños atentados a la ley de Dios, que
sacó la cabeza para ver a semejante pecadora y luego me dejó
de penitencia cuatro rosarios, cuatro.
Yo seguía confesándome con la mayor alegría,
aunque no había hecho la primera comunión. Una vez el
confesor me preguntó:
- ¿Es usted casada?
- No, padre
- ¿Es usted doncella?
- No, padre, volví a contestarle porque yo sabía que las doncellas
eran como damas de honor de ciertas señoras elegantes.
- Si no es usted casada ni doncella, ¿pues qué es usted entonces?
- Soy Concha Cabrera, le conteste, porque no halle yo que seria. Pobre
padre, conmigo tan guaje.
Recibí la primera comunión de manos de mi tio Luis, en
el templo de San Juan de Dios, el día que cumplí 10
años, fiesta de la Inmaculada Concepción. Me inundaba
una inmensa alegría y el gusto por mi vestido blanco. Todo
blanco, todo limpio me ha encantado siempre.
Comulgaba con la frecuencia que me permitía el confesor, pues
en esos tiempos muy pocas personas comulgaban diariamente. Era feliz
recibiendo la Eucaristía, sentía que era una necesidad
indispensable para mi vida.
Me gustaba mucho rezar, aunque no sabía ni cómo. Por más que
preguntaba, no me decían. Rezaba en mis pequeños apuros
de niña o cuando me regañaban. Me escondía en
la recamara para platicar con los ángeles o me subía
a la azotea de la casa para mirar el cielo. Al acostarme por la noche,
tomaba en las manos el Crucifijo y lo besaba.
El campo, los pájaros de colores, las puestas del sol, las
cañadas cubiertas de árboles, la sierra de las Mesas
de Jesús, yo iba por esos caminos cantando alabanzas a la Virgen
María y bendiciendo a Dios por tantas cosas bellas. Pensaba
como podría yo vivir entre aquellos montes para hacer oración
y penitencia, sin que nadie me viera.
Encerrada en la biblioteca de mi tío, pasaba largas horas entretenida
en la lectura del Año Cristiano. Lo que mas me impresionaba
era lo que ahí decía de las penitencias de los santos.
Tenía ganas de morir mártir, pero nunca encontraba quien quisiera
martirizarme. Entonces, en el patio empedrado de la casa, caminaba
de rodillas hasta sangrarme o me encajaba en el estomago los cuchillos
de la mesa.
- Vamos haciendo penitencia, invite un día a mi hermano
Primitivo, pero que nadie lo sepa. - ¿Penitencia?
- Sí, vamos a la azotea. Ahora pégame fuerte con esa disciplina
y luego yo te pego. Prohibido quejarse. Lo hacemos por Jesús.
Aunque sea feo que yo lo diga, ciento que nada impuro ha manchado
mi alma, a pesar de aquella amiga que, por ser pariente, frecuentaba
la casa y cuyas conversaciones y consejos no eran nada buenos; a pesar
de haber oído tantas cosas que los mozos de las haciendas platicaban.
Siempre que oía algo menos puro, mi corazón temblaba
y me retiraba. Ese instinto de huir, lo sentía de manera imperiosa,
irresistible. En el acto, una esponja como la que usábamos
en el colegio para borrar la pizarra, borraba de mi mente todo aquello.
Nunca he tenido malicia, siempre he visto las cosas con sencillez.
Mis hermanos se reían de mí. ¿Se han fijado en la mala
suerte de Concha? Todo le sale mal. Si va a estrenar un vestido, la
costurera no lo termina a tiempo. Si compra alguna cosa, luego no
le gusta. Si desea complacer a una visita, no lo logra. Si quiere
salir de paseo, llueve, y eso que nunca llueve en San Luis. Al principio
me dolían las bromas de mis hermanos, después comprendí
que Dios quería humillarme para que desconfiara de mi misma
y evitara la vanidad y el orgullo. Así ya no me dolía
sentirme inferior a mis hermanos.
Lo más dulce de mi infancia fue un sueño, una visión,
que sería? Estaba yo sentada en el suelo y vi a Jesús con una
túnica de terciopelo morado que reclinaba su cabeza sobre mis
faldas. Yo acariciaba su frente, jugaba con su pelo rizado, el me
veia con unos ojos entre azules y verdes como el mar. Después
de tantos años, tengo grabada esa mirada en el fondo de mi
alma.
Pero, ay, mi infancia se iba para siempre. Ahora si, aunque tengas
13 años, tienes que vestirte de largo, me ordeno mamá,
quien te lo manda estar tan desarrollada.
había sido tan feliz de niña, que me horrorizaba
ser grande. Me enferme de la pena, tuvo que venir el médico a recetarme.
Unos polvos, unas cucharadas, pasear a caballo. Eso más que nada le
servirá para distraerse, diagnostico el médico.
Pasear a caballo por estas calles estrechas, soleadas, por la anchurosa
y larga Calzada de Guadalupe, bordeada de árboles. Detenerse
a mirar esta fuente circular, la Caja del Agua o la Conservera, de
tan fino dibujo que parece un objeto de porcelana para el tocador,
dicen que es una de las obras mas bellas del arte neoclásico
en México. Pasear, más allá hasta el Río
Españita, hasta el acueducto de la Cañadá del Lobo donde
azulean los cerros.
Desde los balcones de las casonas, los jóvenes se asomaban.
Mira, que caballo alazán trae la señorita. A mí lo que
me gusta es la señorita, que guapa, la cara ovalada, un gracioso
tupe sobre la frente, las cejas lineales, recta la nariz, los grandes
ojos de un azul tierno, adolescente, fresco. Oye, que bien monta,
¿quién será la amazonita? Lo que es yo mañana
le hago la corte.
En uno de esos paseos a caballo me vio por primera vez Francisco Armida.
Un día que paseaba por la Alameda, venia también a caballo,
en su predilecto caballo
blanco, el general Carlos Diez Gutiérrez que era el gobernador
del Estado. Se detuvo a saludarme colmándome de elogios y cumplidos.
A ver en que otra ocasión tengo el honor de verla, señorita.
La ocasión llegó el día siguiente, y al otro,
y al otro día. Por el rumbo que yo tomara, se me aparecía
el señor gobernador, el pecho reluciente de medallas. Lo que
pasa es que te anda pretendiendo, me advertía mi hermano
Manuel que me acompañaba en los paseos. Yo no hallaba de que
platicar con un señor de tanto cumplimiento.
- Don Carlos, estoy leyendo un libro muy hermoso. - ¿De que
trata, señorita?
- El libro se llama "Aladino y la lámpara maravillosa".
Se lo voy a contar. Y se lo conté en tres paseos. El gobernador
hubiera querido que fuera el cuento de nunca acabar.