CORONAS PARA
MARÍA
El 12 de septiembre de 1946, en el Templo Expiatorio Nacional de San
Felipe de Jesús, en la ciudad de México, la primera
Imagen de la Inmaculada fue coronada con coronación pontificia
en una inolvidable ceremonia.
Y el 15 de agosto de 1952, la "Inmaculada de la Eucaristía"
fue coronada a su. vez en Guadalajara, con coronación pontificia.
Dos grandes Arzobispos efectuaron dichas coronaciones. La de México,
Mons. Luis Mª Martínez, y la de Guadalajara, Mons. José
Garibi y Rivera. Todos recordamos que el primero fue designado por
la Santa Sede Primado de la Iglesia Mexicana y declinó el honor
de ser nombrado Cardenal; el segundo recibió la dignidad cardenalicia
del inolvidable Papa Juan XXIII y fue el primer Cardenal mexicano.
LA CUMBRE
DORADA
1937 fue un año de reorganización en la Escuela Apostólica,
bajo la prudente mano, suave y fuerte, del P. Benedicto Plasencia.
Se trabajaba intensamente y a gusto. Liturgia, piedad, estudios, deportes:
todo florecía.
Pronto se comenzó a hablar de un asunto gratísimo. el
24 de septiembre haría 50 años que Nuestro Padre había
sido ungido sacerdote, allá, en su dilecta y lejana Francia.
¡BODAS- DE ORO!
Toda la. Congregación se puso en actividad para preparar la
celebración de tan insigne aniversario.
A la Escuela Apostólica le fue asignado, además del
Tesoro Espiritual, el regalo de un abrigo. Con la contribución
de todos, se compró dicha prenda, que era un grueso abrigo
de tela gris-azul con dibujo rayado. Nuestro Padre lo usó hasta
su muerte. En sus últimas fotografías así como
en la película tomada en sus Bodas de Oro, aparece su venerable
figura, llevando ese abrigo, regalo de los apostólicos.
Nos dedicamos también a preparar con esmero los cantos de 'la
Santa Misa. El P. Jesús Ma. Padilla, que estaba al frente de
los "chicos" en Coapa, se encargó de prepararlos
a perfección. A los "grandes" nos adiestró
el P. Benedicto. Uno y otro, excelentes gregorianistas.
Ellos realizaron la proeza de enseñarnos nada menos que el
espléndido Kyrie "Fons bonitatis", segundo del Kyriale
Romano y una de las piezas más monumentales del tesoro gregoriano.
Las demás partes del Común, fueron las de la Misa X,
para las fiestas de la Santísima Virgen María, de sencillez
contrastante con el Kyrie, pero no de menor elegancia. Los "grandes"
aprendimos además, el propio de la Misa: Salve, Sancta Parens...
Cantos de oro, para las Bodas de Oro del Padre.
Siete años antes, Nuestro Padre, obsequiando el deseo, que
para el era orden, de su director espiritual Mons. D. Leopoldo Ruiz
y Flores, había dictado sus Memorias de mi participación
en las Obras de la Cruz. La amanuense fue... ¡Conchita Armida,
Nuestra Madre!
El P. Benedicto, con muy buen acuerdo, nos leía y comentaba
el precioso testimonio, durante la meditación de la mañana,
antes de la Santa Misa. Nos compenetramos, pues, con el alma de Nuestro
Padre. Estábamos preparados para vivir el gran momento.
Y llego, par fin, la fecha gloriosa. 24 de septiembre. Fiesta de María
en su evocador titulo de "La Merced". Todos nos dirigimos
a la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe. Es el
lugar de los grandes momentos de nuestra vida y nuestra historia.
Nuestro Padre era personalmente un guadalupano convencido y ferviente.
Había estudiado la historia de las Apariciones y había
descubierto en ella el sello de lo autentico y de lo divino. El Padre
J. Guadalupe Treviño me contó que, cuando el hizo sus
votos religiosos, Nuestro Padre lo llevo a la Villa y allí,
ante la Sagrada Imagen de Nuestra Señora, le hizo prometer
que defendería la verdad histórica de las Apariciones
Guadalupanas. Seguramente así lo hizo con todos sus primeros
religiosos. Hasta la fecha, los nuevos profesos van, lo más
pronto posible, después de pronunciar sus primeros votos, a
poner su vida religiosa en las manos maternales de María Santísima
de Guadalupe.
A Nuestro Padre le conmovía el espectáculo de los indiecitos,
que de rodillas ante la amable Señora, van a contarle sus penas
y a pedirle, su ayuda, con el lenguaje ingenuo
y fresco de Juan Diego. Se mezclaba entre ellos, oraba y lloraba con
ellos ante la Morenita. Y ahí -son sus palabras- "se sentía
cada vez mas mexicano y mas amante de Nuestra Madre la Santísima
Virgen de Guadalupe"
Era lógico, por tanto, que al llegar las Bodas de Oro de Nuestro
Padre, el y todos, espontáneamente y sin vacilaciones, pensáramos
en la Basílica de Guadalupe, para celebrarlas.
Ahí nos congregamos y el órgano monumental, obediente
a la acción maestra del Padre Treviño, lleno el templo
con la majestad de sus votes, arrebatando las almas hasta Dios y las
realidades del cielo. Mientras tanto, los hijos del Padre Félix:
hombres maduros, jóvenes, adolescentes, niños, subían
procesionalmente al presbiterio. En las naves se vela la jubilosa
muchedumbre de todas aquellas personas, religiosas y seglares, que
también llamaban Padre y amigo a aquel verdadero Patriarca
de los tiempos nuevos.
Varios Obispos ocuparon su puesto de honor. No podían faltar
ellos, que tanto quisieron al Padre Félix, y a quienes el correspondió
con veneración y cariño nunca desmentidos como a "sucesores
de los Apóstoles".
Finalmente, apareció el Padre Félix, revestido de sus
ornamentos sacerdotales, nuevos para aquel día. Precedido de
los ministros: P. Domingo Martínez como diacono y P. Manuel
Hernández como subdiácono y acompañado del nuevo
Arzobispo de México, Mons. D. Luis María
Martínez, avanzaba Nuestro Padre hacia "el altar de Dios
que alegraba su juventud". Porque Nuestro Padre era ahora mucho
más joven que hacia cincuenta años, si es verdad, como
lo es, que la sustancia de la juventud es el amor.
Ya se escucha el. Introito, alabando a la Madre de Dios con las arcanas
melodías que le han cantado generaciones y generaciones...
Kyrie, eleison. Se extiende por los aires la piadosa cantinela, perfectamente
cincelada: Señor, ¡ten piedad!
El Padre Félix con voz trémula entona: Gloria in excelsis
Deo; los hijos continúan: En la terra, paz...
Hay plenitud de amor, de unción, de belleza, de alegría
perfecta en aquella Eucaristía inolvidable. El Padre Edmundo,
en homenaje al Padre amado, nos habla, más que de él
mismo, de su sacerdocio, del único Sacerdocio, el eterno, el
de Jesucristo.
Se filma una película que es, propiamente, un ensayo de filmación,
pero allí quedo grabado para siempre el momento en que Cristo
se deja levantar en manos del Padre Félix, entre volutas de
incienso, aquel día de Jubileo de Oro.
Hostia y Cáliz de los 50 años de Sacerdocio del Padre
Félix...
Las voces infantiles, que tienen algo de angélico, dejan caer
la mística melodía: Benedictus qui venit in nomine Domini...
Hosanna in excelsis!
Y luego el Pater, el Agnus Dei y la Santa Comunión. Comunión
de Cristo con aquel santo anciano.
Comunión de Cristo con aquellos hombres y mujeres, jóvenes
y niños, hijos del Padre Félix.
Comunión de hijos con el Padre, del Padre con los hijos y la
paz de Cristo en todos.
Cuando el diacono canta: Ite, Missa est, la Virgen de Guadalupe sonríe
desde la tilma del indito. Es Madre: ¿como no va a estar feliz?
Con la alegría a flor de piel nos dirigimos, desde el Tepeyac,
al Club Piccolino, en la ciudad de México, para el banquete.
Comienzan a llegar, innumerables, de toda edad y condición,
los invitados. Nuestro Padre llega también, como siempre: sonriente.
Para todos tiene aunque solo sea una mirada y ¡su mirada dice
tanto!
"Tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa".
Así: muchos y jóvenes. El mas joven de todos, el, con
el alma llena de sueños para la gloria de Dios. La edad...
¿para que pensar en ella, si hay tanto en que pensar?
Bueno: ya se levantan los oradores, el primero de todos, el P. José
Guadalupe Treviño, quien en forma exquisita ofrece a Nuestro
Padre el ágape. Más tarde surge el Dr. Escobar, grandilocuente,
de mímica insistente. Es popular entre la juventud imberbe.
¿Otros oradores? No los recuerdo. Pero si, en mi añoranza,
se destaca la prócer figura de Mons. Luis María Martínez,
enjuto, de rostro singular y voz quebrada, mas con un halito espiritual
extraordinario.
Habla el y todos quedamos suspensos.
Compara a Nuestro Padre al árbol cargado de frutos, cuyas ramas
se desgajan por el precioso peso, pero, lo interroga con elegante
cariño: "¿Por que' no se ha tronchado vuestra existencia
con el peso de vuestra opulencia magnifica?"
El Padre Félix
esta absorto y con la cabeza suavemente inclinada, en esa actitud
tan suya. Es el trasunto vivo del Cristo "manso y humilde de
corazón".
Ruedan las palabras
en el silencio de la sala. Cuando cesan, un aplauso cerrado expresa
el cariño y la admiración por el homenajeado y par el
ilustre orador que ha dado al homenaje su expresión perfecta.
Y se levanta
la gran familia. ¡Vamos a los jardines! AM hay bancas y se pueden
tomar fotografías. Nuestro Padre se sienta y todos buscamos
un lugarcito alrededor suyo.
Y se toman fotografías entrañables; queda impreso para
el futuro el momento inolvidable.
No conservo ninguna de esas fotos. Las encuentro en mi corazón.
Allí se conservan. Nuestro Padre consumido por el trabajo,
la enfermedad y el mucho amar, sonríe como solo él sabia
hacerlo. Y todos los que lo rodeamos grandes y pequeños, estamos
radiantes de felicidad. ¡La dicha de tener un Padre tan bueno,
tan santo, tan Padre...!
Luego, regresamos todos a nuestras respectivas casas. Esa noche, en
la Apostólica, calle del Calvario N° 28, Tlalpan, el silencio
y la Paz eran plenitud de dicha y nos entramos por el postigo de los
sueños con una sonrisa y un ¡Gracias, Señor! en
los labios.